OPINIÓN // Por Kike Labián

Llevaba semanas esperando escribir este artículo. Vuelvo del I Encuentro Estatal de Profesores de Percusión y no dejo de tener sentimientos encontrados sobre las conclusiones de este evento.

Por un lado, ha sido un hito lleno de mérito: profesores de toda España se reúnen por primera vez a compartir buenas prácticas: Blanca Gascón nos muestra los beneficios que los profesores de Aragón han descubierto trabajando en red, Jordi Sarrió nos cuenta la pionera aplicación de la metodología IEM creada por Emilio Molina en percusión y Aitor Sáez de Jáuregui nos descubre las posibilidades de la música tradicional en la educación temprana.

Sin embargo, durante las mesas redondas (esos espacios que siempre dan las mejores citas célebres de cualquier evento), oigo hablar mucho más sobre lo mal que lo hace la administración por falta de financiación y legislación, que sobre lo que podemos hacer como docentes para mejorar la educación musical. De hecho, por no oír, apenas oigo hablar de terminología educativa como “aprendizaje”, “evaluación” o “psicopedagogía”, y mucho menos, de “aprendizaje servicio”, “competencias transversales” o “aprendizaje cooperativo”. Y reconozco que toda esta preocupación podría parecer fruto de una visión sesgada de la educación por mi parte, lo cual aceptaría si, al menos, hubiese oído citar autores, fuentes o estudios científicos que nos permitan debatir sobre lo que de verdad ocurre en el proceso de enseñanza-aprendizaje en nuestras aulas.

Por suerte, el trabajar día a día con jóvenes fuera de las aulas, me permite tener una percepción bastante clarificadora de cómo los alumnos viven su educación musical, y cuando visito conservatorios superiores, me llega a aterrorizar la cantidad de veces que escucho la frase “Kike, estoy deseando acabar la carrera y salir de aquí para hacer lo que quiero”. O derivadas como “a ver si me voy de Erasmus de una vez”, “aquí es que te machacan mucho para que toques” o “mi profesor es muy buen músico, pero es demasiado duro a veces”.

Escucho también historias de alumnos que salen llorando de clase con sus profesores, que ven cómo sus tutores les “recomiendan” dejar iniciativas o proyectos que tienen fuera del aula para centrarse en “lo que toca”, o que incluso, cuando les pregunto cuál es el problema que tienen para estar quemados, me responden con el nombre propio de su profesor.

Sé que, al leer esto, se puede pensar que culpo de todo a los profesores, pero nada más lejos de la realidad. No quiero imaginarme la situación del músico que, tras estudiar interpretación durante más de 14 años, se ve obligado, por pura necesidad, a ejercer como profesor de instrumento o de lenguaje musical, aprendiendo a educar de forma voluntariamente autodidacta.

Precisamente por lo duro de esta realidad, necesitamos revalorizar la figura del profesor de música desde cada uno de nosotros, algo que pasa por una mejora de la situación económica y reguladora, y también por una formación en pedagogía que le permita hacer honor a la palabra “educador”.

Por ello, animo a todos los docentes de música a seguir organizando encuentros como este, puesto que son más que necesarios en estos tiempos de transformación educativa, pero te animo también a ti, si es que te dedicas a la enseñanza musical, a elegir un libro de divulgación (Ken Robinson o César Bona podrían servir) y a adentrarte en las posibilidades que tienes cada vez que entras a tu aula.

Será entonces, una vez que nos veamos como artesanos del futuro de nuestros alumnos, cuando de verdad la educación musical, con sus políticas y administraciones incluidas, verá el cambio que todos demandamos.

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