OPINIÓN | Por Mario Mora

¡Que vienen las cátedras!, gritábamos hace ya más de 2 años en un programa especial desde el Real Conservatorio Superior de Música de Madrid. Unas palabras que utilizamos con ligereza a modo de un grito de guerra, pero con las presagiábamos la agitación que con ellas iba a llegar a la educación musical.

A priori, una cátedra puede ser una buena noticia si se entiende como la estabilización de una plantilla fija en un centro superior, algo que no proporcionan en la teoría las famosas comisiones de servicio o las bolsas de interinos, herramientas instrumentales que han gobernado la mayoría de los Conservatorios Superiores.

Pero claro, ¿cómo se seleccionan a esos nuevos catedráticos? ¿Qué requisitos debe cumplir un pedagogo para merecerse una posición tan privilegiada de por vida? Y en este punto, las dos aguas entre las que navegan las Enseñanzas Superiores juegan un papel fatal, generando un híbrido entre Catedráticos de instituto y Catedráticos de Universidad.

Así nacen las famosas cátedras de acceso, aquellas que no exigen ni siquiera que el comité de selección se encuentre con el candidato, si no una montaña de papeles y méritos – entre los que no se encuentra ninguno que demuestre lo bien que uno da clase o toca su instrumento.

Y ahí, en ese giro universitario, llega la exigencia suprema: el master. Pero no cualquier máster, ‘el máster’. El de la suficiencia investigadora. El que casi solo puedes encontrar en España. El de verdad, el que certifica que tú si que vales.

Y si no, que se lo digan al gran pianista Juan Carlos Garvayo, que cometió el error de pensarse que en la prestigiosa Universidad de Nueva York también tenían ‘el máster’. Pero no, en las Cátedras de Acceso le cerraron el paso como diciéndole: «haberlo hecho en España».


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