OPINIÓN // Por Mario Mora
El pasado martes tenía lugar en el Auditorio Nacional de Música de Madrid un evento distinto a lo habitual, con la Orquesta de la Comunidad de Madrid y el proyecto Mosaico de Sonidos que utiliza la música como instrumento de desarrollo personal y de integración social. Lo que pasó en el concierto ya es conocido por todos: un hombre en cólera comienza a gritar durante la interpretación de la primera pieza, y una vez finalizada ésta, lanza objetos, entre ellos 1 móvil, al escenario.
Es posible que este señor actuase bajo la locura o los efectos del alcohol, pero es un perfecto reflejo sobre lo que está pasando en algunos conciertos de música clásica, salvando las distancias. Gente que, de una forma por supuesto más elegante, le grita “¡fuera!” a Carpenter por su espectáculo frente a su órgano, o critica a Dudamel por esos movimientos, digamos… amplios y enérgicos.Esto no ha pasado en un concierto de Afkam con la Orquesta Nacional, o de Gómez Martínez con la Orquesta de RTVE. No, ha pasado justo ese día, justo ese momento en el Emilio Aragón copaba el podio dirigiendo su propia música.
Está claro que Emilio Aragón no es Beethoven… ¿pero y qué? ¿No queremos acercar la música? ¿No queremos llenar salas?
Aquellos a los que tanto les molesta la valentía del artista en acción: ahí tenéis la batuta, por si alguno se atreve a subir al escenario.