OPINIÓN | Por Mario Mora

Vengo de presenciar la final del YPF Piano Competition, un concurso organizado en Amsterdam cada tres años que, a pesar de tener un contexto quasi nacional (abierto a pianistas Holandeses o estudiantes en los Países Bajos), es juzgado por una comisión internacional de altos nombres dentro de la galaxia pianística.

En la final, tres candidatos tocaban el mismo repertorio: una obra contemporánea obligada y compuesta para el certamen y el Segundo Concierto para Piano de Chopin, acompañado por la Orquesta del Conservatorio de Ámsterdam. La cosa estuvo entre dos de los finalistas: ella, con una perfección mecánica asombrosa, sin errores de notas pero con poco que decir; el sonido era pobre y la comunicación, escasa. Él, con una musicalidad muy buena, una calidad altísima y una continua comunicación con la orquesta, el director y el público; pero con algunos errores durante la interpretación, seguramente debidos a los nervios, al cansancio de la longitud del concurso o a circunstancias del momento.

Así se presentaba ante el afamado jurado el eterno dilema de elegir entre la perfección mecánica de ella o la calidad superior y el potencial de él. Los asistentes lo tenían claro, y así lo demostraron otorgándole a él con sus votos el Premio del Público. Él supo mantener la atención de todos, supo emocionar y supo mostrar una calidad digna de las grandes salas de conciertos, y esto para el público fue lo más importante.

Yo, sin embargo, no confiaba en que el jurado pensase lo mismo. Algunos amigos no músicos me preguntaban mi opinión antes de conocer el resultado, y no me creían cuando les decía que, por mi experiencia en concursos, la perfección mecánica podría vencer en esta ocasión a la calidad musical.

Y así fue: ganó ella. Y el público quedó sorprendido. Y todos sabemos que él era mejor. Y yo sigo reflexionando, en este avión que me lleva de vuelta a casa, qué queremos para el futuro: ¿máquinas infalibles o agitadores emocionales?

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