OPINIÓN // Por Mario Mora

Tomo prestadas estas dos palabras mágicas de nuestro querido Daniel de la Puente, que siendo un visionario y cubriéndose de experiencia, supo que habría que utilizarlas con mucha frecuencia.

Porque sí, porque ha pasado otra vez. Las toses y los móviles han podido con los acordes de Debussy. Pero Daniel Barenboim, que tiene ya canas en esto, no se quedó impasible. No tragó, cerrando los ojos y siguiendo como si nada hubiese pasado, como hubiésemos hecho la mayoría por miedo a ser irrespetuosos con el (cada vez menos) respetable. Paró, se levantó y se dirigió al público verdaderamente enfadado tildando la situación de insoportable; se retiró, pidió que el público tosiera y después continuó el concierto.

No es la primera vez que Barenboim interrumpe un concierto para llamar la atención del público. Y si asistes de vez en cuando a conciertos de música, seguramente no es la primera vez que te encuentras con una situación similar. Yo lo he visto en todos sitios: en el Auditorio Nacional con los número uno de la música sobre el escenario, exagerando las toses entre movimientos provocando una situación de vergüenza ajena y consiguiendo incluso que algún músico bajase las manos del piano hasta que acabase el concierto de toses paralelo. Lo he visto en salas más pequeñas, con móviles que sonaban repetidamente porque el señor o la señora de turno quizá no supiera ni cómo se desconectaba ese chisme. Y lo más sorprendente, lo he visto hace apenas unos días en un lugar en el que nunca me habría imaginado ver algo así: el Lincoln Center de Nueva York. Jamás podría haber imaginado que mi gozo de disfrutar del movimiento lento del Concierto núm. 2 de Bartok para piano con Brofmann al aparato sería ahogado en un pozo por un niño que tosió de principio a fin, compás por compás, como el que tose en el salón de su casa hasta que se le pase. El niño, el pobre… qué se le va a decir. ¿Pero y el adulto que decidió que, a pesar del trancazo, ese chaval asistiese al concierto?

No, no nos estamos volviendo maniáticos. No estamos malinterpretando las costumbres de la interpretación de la música clásica. Se llama educación.

Y es que, en cualquier acto de comunicación, hay un emisor y un receptor. Y cuando el emisor (músico) envía su mensaje (música), más le vale al receptor (público, todo, en su conjunto, uno por uno) estar bien calladito para que ese mensaje cumpla su objetivo: remover las emociones internas como una tormenta inesperada. Y sí, el músico necesita silencio para la concentración. Pero el público también, porque si no esa entrada podemos tirarla a la basura.

Así que, señoras y señores que asistan pronto a un concierto. Como dice Daniel de la Puente, cuando las luces se atenúen, cuando los músicos salgan, justo ahí, en ese momento: ahora, calladitos.

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