OPINIÓN | Por Ana Laura Iglesias
Una de las cosas que más me gusta de viajar es asistir a conciertos, siempre hago una parada obligatoria en el auditorio o teatro correspondiente. Hace pocos días hice check in en el Royal Festival Hall de Londres para escuchar cómo un enorme Kian Soltan llenaba la preciosa sala con el Elgar junto a una brillante London Philharmonic Orchestra y Edward Gardner.
Más allá de la formidable experiencia musical, mi impresión más honda se produjo fuera de la sala, nada más cruzar las puertas del auditorio. Familias enteras con niños y niñas, estudiantes, personas trajeadas junto a otras cargadas con mochilas o bolsas disfrutaban de una cerveza, un sándwich, un café o una copa de vino charlando animadamente. Grupos de turistas deambulaban por la tienda de regalos, mientras que varias personas hacían cola frente al carrito de los helados, donde también se adquirían los programas de mano. También había quienes ojeaban los folletos sobre la programación de los distintos espacios del Southbank Centre, que incluye conciertos sinfónicos, música de cámara, jazz, literatura y poesía, espacios formativos, danza, charlas y actividades familiares. (Os invito a echar un vistazo a su maravillosa programación aquí)
Al día siguiente, mis pasos por Covent Garden terminan en la Royal Opera House, templo británico de la ópera donde me encuentro una situación similar. Los asistentes a la función matutina apuran su almuerzo, mientras que en un rincón del hall una soprano y un pianista interpretan varias arias, música que lejos de amenizar el tentempié de los presentes agrupa en torno a ellos grupos de estudiantes y familias disfrutando en silencio de su música, excelente telonera del ballet de Romeo y Julieta.
No puedo dejar de comparar esta estas experiencias cercanas y accesibles con el hermético y frío ambiente del Auditorio Nacional o el Teatro Real entre otros, donde no solo no existe esta atmósfera previa en ningún concierto sino que la media de edad de los asistentes sigue instalada cerca de los 60 años y las familias brillan por su ausencia, el dresscode que se observa no incluye mochilas ni zapatillas y las actividades que se ofertan se limitan a todo acto musical que ocurre dentro de las salas, especialmente en el caso del Nacional.
Si bien es cierto que Londres es un hervidero cultural con una vasta cultura musical que propicia este tipo de planteamientos tan favorables al desarrollo de públicos, nuestros auditorios deberían de coger el testigo. Deberían mirar a Europa y fomentar la asistencia a conciertos no solo desde el enfoque de las actividades musicales (que es indiscutiblemente necesario) sino también desde el planteamiento de ofrecer una actividad cultural de ocio completa y global. La clave no está en instalar una barra de bar a las puertas de la sala, sino en generar una atmósfera cercana y atractiva que conecte con todos esos públicos que, como en Southbank o en la ROH, podrían tener en nuestras salas un espacio cultural de referencia.